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Los conquistadores del ocio

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Con la llegada de diciembre, las grandes ciudades desembarcan en el balneario, trayendo consigo la prisa y el ruido de la vida urbana. Pero, mientras los visitantes llegan con apuro y tecnología, el balneario los recibe con calma, sabiendo que, al final, la victoria será para el más paciente: el lugar se apodera de sus corazones, enseñándoles a disfrutar de la lentitud.

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Los conquistadores del ocio.

La columna de Raúl Cohe

Llega diciembre y con él, mucha gente. Los habitantes de las grandes ciudades llegan al balneario como un ejército que desembarca en tierra de riquezas, cargando con su propio arsenal: vehículos de vidrios oscuros, mochilas llenas de tecnología, anteojos de sol que brillan como armaduras, una invisible coordinación digital y un implacable apuro, como si cada minuto estuviera siendo pagado.

Y el balneario les espera, como una fortaleza de puertas abiertas, con murallas hechas de rutinas, calmas y un ritmo de vida que no necesita grandes prisas. Los locales observan desde sus puestos de vigía—empujando una cortadora de pasto, en una reposera de playa, en la recepción de un hotel—con una sonrisa, tolerancia y paciencia. Saben que los conquistadores vienen con todo: gritos, apuros, órdenes, enojos y un hambre insaciable de experiencias. Pero también saben que en pocos días habrá una rendición que no requerirá combates.

Los visitantes irrumpen en las calles y comercios como una carga de caballería, desbocados y decididos. Fotografían y publican, exigen y comunican. Todo les resulta opinable, comparable, digno de dominar con la cámara de un móvil. Hablan alto, gesticulan, prueban todo y lo quieren ya. El balneario, acostumbrado a medir el tiempo en mañanas, charlas, atardeceres y reuniones de amigos, se sacude ante el embate.

Pero en esta batalla, la victoria no es para el más fuerte, sino para el más paciente. Los conquistadores del ocio, por más voraces que sean, también se cansan. Tras los primeros días de frenesí, llega el desgaste. La prisa que trajeron empieza a desvanecerse ante la indiferencia del reloj de la plaza, que sigue avanzando a ritmo sereno, sin darle mucha importancia a calendarios, eventos ni agendas.

Es ahí donde el lugar empieza a ganar. Como un aceite de buen aroma, la calma y la paz del balneario se infiltran en ellos. Bajan el ritmo y las defensas, sonríen y saludan a un camarero, se sientan a tomar algo sin mirar la hora, agradecen un buen trato. Finalmente, descubren que no necesitaban conquistar tanto, porque el verdadero botín ya lo habían logrado: un atardecer lento, un café sin prisa, una conversación amable con un desconocido.

Al partir, los visitantes dejan atrás un rastro de carcajadas y vasos vacíos. Se llevan fotos, recuerdos y cierta envidia de cosas que no logran nombrar, pero que sienten fuerte cuando regresan a sus ciudades. Y el balneario, como un viejo guerrero que ha resistido otro asedio, vuelve a su silencio, a su ritmo, esperando sin apuro al próximo ejército que vendrá a desafiarlo, sabiendo que al final lo conquistará, porque le hará enamorarse de su propia lentitud.

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